(15 lecciones sobre Liderazgo)
“Hace frió en Carisbrook”, es el comentario que se escucha a lo largo de la mesa. Un almuerzo temprano de pollo y papas al horno precede al partido que hoy deberán disputar en Nueva Zelanda los locales contra Gales.
Terminado el almuerzo los jugadores elegidos suben a la planta alta en grupos de dos o tres para buscar su premio: pantalones negros, medias negras con tres rayas blancas, la camiseta negra con el helecho plateado. Los jugadores se transforman en “Los All Blacks”.
“Un triunfo contra los galeses hoy no alcanza”, hoy tiene que ser un gran triunfo”. Suben al autobús, llegan al estadio. Los All Blacks enfilan al vestuario. Bajo las gradas hay mesas de caballetes con linimentos, vendas y vasos con carbohidratos. Una bandera de Nueva Zelanda cuelga de la pared. Arriba, 35000 voces corean; “BLACK, BLACK, BLACK”.
El equipo se alista en silencio. Los entrenadores se retraen mientras los jugadores se preparan. No hay retórica exaltada. Ahora, solo se trata de los jugadores. Solo de “SER DEL EQUIPO”.
No hay más que hablar. Es hora de jugar al rugby.
Resulta ser el día de Dan Carter, uno de los mejores. El apertura neozelandés apoya dos tries, el segundo de los cuales será recordado mientras siga existiendo amor por este juego. Los All Blacks ganan por 42 contra 9.
El vestuario se llena de periodistas, auspiciantes, sus hijos, los mejores amigos de sus hijos. En tanto, el médico del equipo administra suturas. Unos pocos fowards tiritan dentro de grandes barriles llenos de hielo, la última palabra en técnicas de recuperación. Suena Pacífica Rap; luego, algo de reggae.
Un rato después, Darren Shand, el manager, despeja amablemente la habitación. Queda solo el equipo. El círculo sagrado.
La sesión es presidida por Miles Muliaina, quien, lesionado, hoy es el capitán fuera del terreno. La escena se parece a un whare, un parlamento maorí donde a cada uno se le da la oportunidad de hablar, de expresar su verdad, de contar su historia.
Muliaina cede la palabra al ayudante de campo, alias Shag, cuya evaluación es implacable; “-.Estuvo bien”, dice, “pero no lo suficiente”, “hay que trabajar mucho en el lineout. Otros equipos no nos van a perdonar tanto. No nos dejemos llevar por el entusiasmo”. Uno a uno los jugadores van dando su opinión sobre el partido, lo aciertos y aquellas cosas a mejorar.
Al finalizar, Muliaina exhorta a los jugadores a recordar los sacrificios que han hecho por estar en este vestuario.
Aquí es cuando ocurre algo que una persona ajena al círculo no esperaría. Dos de los jugadores más veteranos –uno de ellos galardonado como jugador internacional en dos años- toman, cada uno, un largo escobillón y comienzan a barrer el vestuario,
Juntan el barro y las vendas hasta formar pequeñas pilas en los rincones. Mientras el país todavía mira las repeticiones y los niños sueñan con la gloria de los All Blacks, ellos limpian su propia mugre.
“Hace frió en Carisbrook”, es el comentario que se escucha a lo largo de la mesa. Un almuerzo temprano de pollo y papas al horno precede al partido que hoy deberán disputar en Nueva Zelanda los locales contra Gales.
Terminado el almuerzo los jugadores elegidos suben a la planta alta en grupos de dos o tres para buscar su premio: pantalones negros, medias negras con tres rayas blancas, la camiseta negra con el helecho plateado. Los jugadores se transforman en “Los All Blacks”.
“Un triunfo contra los galeses hoy no alcanza”, hoy tiene que ser un gran triunfo”. Suben al autobús, llegan al estadio. Los All Blacks enfilan al vestuario. Bajo las gradas hay mesas de caballetes con linimentos, vendas y vasos con carbohidratos. Una bandera de Nueva Zelanda cuelga de la pared. Arriba, 35000 voces corean; “BLACK, BLACK, BLACK”.
El equipo se alista en silencio. Los entrenadores se retraen mientras los jugadores se preparan. No hay retórica exaltada. Ahora, solo se trata de los jugadores. Solo de “SER DEL EQUIPO”.
No hay más que hablar. Es hora de jugar al rugby.
Resulta ser el día de Dan Carter, uno de los mejores. El apertura neozelandés apoya dos tries, el segundo de los cuales será recordado mientras siga existiendo amor por este juego. Los All Blacks ganan por 42 contra 9.
El vestuario se llena de periodistas, auspiciantes, sus hijos, los mejores amigos de sus hijos. En tanto, el médico del equipo administra suturas. Unos pocos fowards tiritan dentro de grandes barriles llenos de hielo, la última palabra en técnicas de recuperación. Suena Pacífica Rap; luego, algo de reggae.
Un rato después, Darren Shand, el manager, despeja amablemente la habitación. Queda solo el equipo. El círculo sagrado.
La sesión es presidida por Miles Muliaina, quien, lesionado, hoy es el capitán fuera del terreno. La escena se parece a un whare, un parlamento maorí donde a cada uno se le da la oportunidad de hablar, de expresar su verdad, de contar su historia.
Muliaina cede la palabra al ayudante de campo, alias Shag, cuya evaluación es implacable; “-.Estuvo bien”, dice, “pero no lo suficiente”, “hay que trabajar mucho en el lineout. Otros equipos no nos van a perdonar tanto. No nos dejemos llevar por el entusiasmo”. Uno a uno los jugadores van dando su opinión sobre el partido, lo aciertos y aquellas cosas a mejorar.
Al finalizar, Muliaina exhorta a los jugadores a recordar los sacrificios que han hecho por estar en este vestuario.
Aquí es cuando ocurre algo que una persona ajena al círculo no esperaría. Dos de los jugadores más veteranos –uno de ellos galardonado como jugador internacional en dos años- toman, cada uno, un largo escobillón y comienzan a barrer el vestuario,
Juntan el barro y las vendas hasta formar pequeñas pilas en los rincones. Mientras el país todavía mira las repeticiones y los niños sueñan con la gloria de los All Blacks, ellos limpian su propia mugre.
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