Uruguay había empatado con España 2 a 2 con un gol sobre la hora y luego le había ganado a Suecia por la mínima diferencia. En cambio, los brasileños le habían marcado 7 goles a Suecia y otra media docena a los españoles. El mundial de futbol de 1950 se celebraba en Brasil y todo hacia indicar que ese país se encaminaba a obtener el título. Cuando Uruguay llegó a la final nadie dudaba de que los brasileños los aplastarían. Tenían un cuadro bárbaro, eran locales y el mundo entero esperaba que ganaran el Mundial. Uruguay jugaba, podría decirse, contra todo el mundo.
En cierto modo, eso les daba cierta tranquilidad. Su responsabilidad era menor. Un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar Omar Míguez, el centroforward del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le dijo que estuvieran tranquilos, que se conformaban si perdían nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya debían estar satisfechos y que se trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada muy grande.
Ese 18 de julio Brasil estaba destinado a coronarse Campeón Mundial de Fútbol en el Maracaná, el mayor estadio del globo, ante 204 mil personas prolijamente sentadas que esperaban otra goleada de la escuadra verdeamarela.
Antes de salir a la cancha, Juan López, el director técnico uruguayo, llamó a Obdulio Varela, el capitán, y le dijo que debía dirigir y ordenar el equipo dentro de la cancha. Entonces, cuando iban para el túnel, el capitán se dirigió a sus muchachos: “Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo”.
Era un infierno. Cuando salieron a la cancha, más de cien mil personas los recibieron silbando. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces Obdulio miro a sus compañeros y les susurro: “Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho”.
En el primer tiempo dominaron los orientales en buena parte, pero después se quedaron. Faltaba experiencia en muchos de sus jugadores. Uruguay se perdió tres goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Los brasileños también tuvieron algunas oportunidades, pero el trámite del partido no era tan bravo como suponían apenas veinticuatro horas antes. Uruguay buscaba por todos los medios impedir que lo locales tomaran el ritmo demoledor que tenían. El primer tiempo terminó cero a cero.
En el segundo tiempo, los brasileros salieron con todo. Ya era el equipo que goleaba sin perdón. Uruguay empezó a marcar de cerca, a apretarlos, para tratar de jugar de contragolpe. A los dos minutos, Brasil abrió el marcador a través de Friggia. El Maracaná, en realidad Brasil entero, estalló.
Obdulio Varela, el capitán uruguayo, fue hasta el fondo del arco, tomó la pelota, la puso bajo su brazo izquierdo y caminó hacia el centro de la cancha. Tres minutos, tres interminables vueltas de reloj, tardó Obdulio en recorrer esa distancia Mientras el capitán uruguayo avanzaba muy despacio, por primera vez miró para arriba, al enjambre de gente que festejaba el gol. Los miró con bronca, lleno de bronca, provocándolos. Cuando llegó al centro de la cancha, ya los hinchas locales se habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y Obdulio se los impedía.
Entonces, en vez de poner la pelota en el medio para moverla, llamó al referí y pidió un Traductor. Mientras llegaba, le marcó que había existido un off-side y que el gol no era válido. El tiempo seguía corriendo. Los locales estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador brasilero se acercó y escupió a Obdulio, pero este se mantuvo impávido. Antes de retomar el juego, el capitán uruguayo reunió a los suyos y solo les dijo: “Acá, somos once contra once; los de afuera son de palo”.
Cuando el juego se reinició, los brasileros estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; allí fue cuando Uruguay se dio cuenta que podía ganar el partido.
El primer gol charrúa lo hizo Schiaffino y el segundo lo convirtió Gigghia. En ese momento, Brasil, y parte del mundo futbolístico, enmudecieron. El mayor silencio del mundo en el mayor estadio del mundo.
Uruguay terminó ganando 2 a 1 y se convirtió en el nuevo campeón. Los brasileños habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y esos once uruguayos se lo habían arruinado. Todo era desolación. Los cajones de cañitas voladoras flotaban en el mar.
En cierto modo, eso les daba cierta tranquilidad. Su responsabilidad era menor. Un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar Omar Míguez, el centroforward del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le dijo que estuvieran tranquilos, que se conformaban si perdían nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya debían estar satisfechos y que se trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada muy grande.
Ese 18 de julio Brasil estaba destinado a coronarse Campeón Mundial de Fútbol en el Maracaná, el mayor estadio del globo, ante 204 mil personas prolijamente sentadas que esperaban otra goleada de la escuadra verdeamarela.
Antes de salir a la cancha, Juan López, el director técnico uruguayo, llamó a Obdulio Varela, el capitán, y le dijo que debía dirigir y ordenar el equipo dentro de la cancha. Entonces, cuando iban para el túnel, el capitán se dirigió a sus muchachos: “Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo”.
Era un infierno. Cuando salieron a la cancha, más de cien mil personas los recibieron silbando. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces Obdulio miro a sus compañeros y les susurro: “Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho”.
En el primer tiempo dominaron los orientales en buena parte, pero después se quedaron. Faltaba experiencia en muchos de sus jugadores. Uruguay se perdió tres goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Los brasileños también tuvieron algunas oportunidades, pero el trámite del partido no era tan bravo como suponían apenas veinticuatro horas antes. Uruguay buscaba por todos los medios impedir que lo locales tomaran el ritmo demoledor que tenían. El primer tiempo terminó cero a cero.
En el segundo tiempo, los brasileros salieron con todo. Ya era el equipo que goleaba sin perdón. Uruguay empezó a marcar de cerca, a apretarlos, para tratar de jugar de contragolpe. A los dos minutos, Brasil abrió el marcador a través de Friggia. El Maracaná, en realidad Brasil entero, estalló.
Obdulio Varela, el capitán uruguayo, fue hasta el fondo del arco, tomó la pelota, la puso bajo su brazo izquierdo y caminó hacia el centro de la cancha. Tres minutos, tres interminables vueltas de reloj, tardó Obdulio en recorrer esa distancia Mientras el capitán uruguayo avanzaba muy despacio, por primera vez miró para arriba, al enjambre de gente que festejaba el gol. Los miró con bronca, lleno de bronca, provocándolos. Cuando llegó al centro de la cancha, ya los hinchas locales se habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y Obdulio se los impedía.
Entonces, en vez de poner la pelota en el medio para moverla, llamó al referí y pidió un Traductor. Mientras llegaba, le marcó que había existido un off-side y que el gol no era válido. El tiempo seguía corriendo. Los locales estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador brasilero se acercó y escupió a Obdulio, pero este se mantuvo impávido. Antes de retomar el juego, el capitán uruguayo reunió a los suyos y solo les dijo: “Acá, somos once contra once; los de afuera son de palo”.
Cuando el juego se reinició, los brasileros estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban; allí fue cuando Uruguay se dio cuenta que podía ganar el partido.
El primer gol charrúa lo hizo Schiaffino y el segundo lo convirtió Gigghia. En ese momento, Brasil, y parte del mundo futbolístico, enmudecieron. El mayor silencio del mundo en el mayor estadio del mundo.
Uruguay terminó ganando 2 a 1 y se convirtió en el nuevo campeón. Los brasileños habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y esos once uruguayos se lo habían arruinado. Todo era desolación. Los cajones de cañitas voladoras flotaban en el mar.
Comentarios
Publicar un comentario