El
18 de noviembre de 1994, el gran violinista Itzhak Perlman ofreció un concierto
junto a la Filarmónica de Nueva York en el Lincoln Center de esa ciudad.
El
maestro Perlman es un hombre con serias dificultades físicas para desplazarse,
ya que sufrió toda su vida las graves secuelas de una poliomielitis que
contrajo en su infancia. En consecuencia, incluso hoy en día la tarea de llegar
a lo alto del escenario es dificultosa para él y necesita tocar el violín
sentado.
Aquel
día y frente a una multitud de personas, quienes esperaban poder escuchar su
virtuosismo, se desplazó con visibles molestias hasta su lugar en el escenario
y alcanzó fatigado su silla ante una platea repleta y expectante. Se sentó
cuidadosamente, dejó a su lado las muletas y desabrochó todos los aparatos que
sujetaban sus piernas y cintura. Entonces, tomó el violín en sus manos, lo
acomodó a su barbilla y justo cuando el director de la orquesta le indicó que
comenzara a tocar, ocurrió algo inesperado y fatal: una de las cuerdas de su
violín se rompió.
Los
violines tienen cuatro cuerdas, y sólo con esas cuatro cuerdas el violinista
debe componer toda su música. Sería el aquivalente a jugar al fútbol con 8 jugadores.
El
público oyó el chasquido y supuso que inmediatamente se interrumpiría el
concierto para poder reparar el lamentable inconveniente. Pero, para asombro de
todo el auditorio, Perlman decidió que no fuese así. Los asistentes al
concierto se conmovieron cuando éste indicó al director que continuase. Fue
entonces cuando el gran violinista cerró los ojos y continuó tocando como si
estuviera en las mejores condiciones instrumentales y anímicas, con total
entrega y compromiso con la música y su auditorio.
El
maestro Perlman, en una combinación de maestría y coraje no se dio por enterado
de la cuerda faltante, e inspirado y entregado a su trabajo, creó
espontáneamente nuevas armonías que dieron una insólita belleza y valor a su
interpretación.
Al
concluir su obra, por un instante, el público quedó intensamente conmovido,
perplejo, sumido en un profundo silencio. Un primer aplauso rompió el silencio,
al que se añadió toda la sala en una ovación. El auditorio entero en pie se
colmó de aplausos, silbidos y vítores que manifestaban el entusiasmo de
aquellos cientos de personas emocionadas en la expresión de su reconocimiento y
admiración.
Cuentan
que entonces Perlman extrajo un pañuelo de uno de sus bolsillos, limpió el
sudor que bañaba su rostro y en un gesto de profunda gratitud, se inclinó hacia
delante para luego levantar el arco y sosegar la euforia del público.
Tras
unos segundos en los que el silencio volvió a apoderarse de la sala, y frente a
la expectativa de todos, el virtuoso les miró y les dijo, pensativo y
reverente: “¿Saben lo que ocurre? Hay momentos en los que la tarea del artista
es saber cuánto puede llegar a hacer con lo que le queda”.
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