Respiramos, desenfadadamente. Respiramos 21.400 veces por día. Así, como si nada. Casi 8 millones de veces en un año. Respiramos aire. Que no se ve. Que damos por sentado. Tenemos la certeza de que es gratis. El aire, digo. Y esa certeza, como la mayoría de las certezas, nos vuelve arrogantes y destructivos. Hablemos, pues, de eso que no se ve, pero que es indispensable para que sigamos vivos.
El aire está compuesto mayormente por nitrógeno. Pero no podemos respirar nitrógeno. Necesitamos algo más. Necesitamos oxígeno. No mucho. Con un 20% nos arreglamos. Pero de verdad lo necesitamos. No es un capricho. Resulta que sin oxígeno nos asfixiaríamos, lo que en el fondo no tiene tanto que ver con la sensación de ahogo, que con entera seguridad se haría presente, sino más bien con las mitocondrias, el trifosfato de adenosina y el ciclo del ácido cítrico.
Para resumir y para que conste en actas: el aire, eso que no se ve, que parece gratis y que damos por sentado, debe tener alrededor de un 20% de un gas indispensable para que -y esto no es menor- sigamos respirando. Pero hay algo más.
Todo lo que somos como individuos, como civilización, como especie, todo lo que hemos logrado, nuestros sueños, nuestra felicidad e, incluso, nuestros dilemas dependen de un elemento de la tabla periódica que alguien tiene que producir. Parece una tontería, pero, en serio, ¿qué compañía, que organización, qué laboratorio se ocupa de proveernos el oxígeno que respiramos?
Lo pregunto cada tanto en clase, y muy de vez en cuando uno o dos alumnos responden con conceptos deshilachados o frágiles. Esta ignorancia constituye un problema, porque el oxígeno no lo fabricamos nosotros. Lo producen las plantas, en especial, las algas marinas.
Se llama fotosíntesis, y es de una inigualable belleza poética. Desde la lechuga hasta el nori -un alga que se usa para preparar sushi-, desde la monumental secuoya hasta los auspiciosos tréboles, desde la espectral cola de zorro hasta los ceibos patrios, todos usan la luz para arrancarle al agua el valioso hidrógeno y combinarlo con el dióxido de carbono para producir azúcares. Los biólogos sabrán dispensar tan sucinta descripción, pero, en esto de alimentarse por las suyas -clorofila mediante-, las plantas, las algas y las bacterias producen un residuo.
Ese desperdicio, ese sobrante se llama oxígeno.
Nos creemos los dueños y señores del planeta, y somos unos pobres mendicantes que viven de las migajas del luminoso almuerzo vegetal.
No solo nosotros, sino cada mariposa, cada colibrí, cada pececito, cada gato de sofá y cada mastín feroz, todo lo que respira aire necesita que las plantas nos obsequien esos preciosos átomos de oxígeno. O ninguno de nosotros estaría aquí. Y tampoco la mariposa, nuestros hijos, el gato de sofá o el mastín feroz.
Lo expuso Carl Sagan en uno de sus momentos más brillantes, cuando nos mostró cuán insignificante se ve la Tierra, esta Tierra, el planeta Tierra, desde unos pocos millones de kilómetros de distancia. Un punto azul pálido extraviado en la inmensidad estelar del cosmos.
Ese pálido punto azul marino no solo es el único que conocemos, y el único en el que los casi 8000 millones de seres humanos podremos vivir durante todavía mucho tiempo, sin respaldo, sin bote salvavidas, sin plan B, sino que incluso allí, es decir aquí, en la Tierra, el aire que respiramos ni siquiera nos pertenece.
Es una situación bastante precaria, si lo pensamos un poco. Viajamos en una colosal nave espacial cuyo sistema de soporte vital está en manos ajenas y silenciosas.
Algo podemos hacer, sin embargo. Reducir nuestro consumo de energía, volvernos tan eficientes y austeros como nos permitan la ciencia y nuestros recursos. Porque no, el aire no es gratis, y sus incansables artesanos verdes solo piden que les demos el crédito y que los tratemos con el respeto que se merecen.
El aire está compuesto mayormente por nitrógeno. Pero no podemos respirar nitrógeno. Necesitamos algo más. Necesitamos oxígeno. No mucho. Con un 20% nos arreglamos. Pero de verdad lo necesitamos. No es un capricho. Resulta que sin oxígeno nos asfixiaríamos, lo que en el fondo no tiene tanto que ver con la sensación de ahogo, que con entera seguridad se haría presente, sino más bien con las mitocondrias, el trifosfato de adenosina y el ciclo del ácido cítrico.
Para resumir y para que conste en actas: el aire, eso que no se ve, que parece gratis y que damos por sentado, debe tener alrededor de un 20% de un gas indispensable para que -y esto no es menor- sigamos respirando. Pero hay algo más.
Todo lo que somos como individuos, como civilización, como especie, todo lo que hemos logrado, nuestros sueños, nuestra felicidad e, incluso, nuestros dilemas dependen de un elemento de la tabla periódica que alguien tiene que producir. Parece una tontería, pero, en serio, ¿qué compañía, que organización, qué laboratorio se ocupa de proveernos el oxígeno que respiramos?
Lo pregunto cada tanto en clase, y muy de vez en cuando uno o dos alumnos responden con conceptos deshilachados o frágiles. Esta ignorancia constituye un problema, porque el oxígeno no lo fabricamos nosotros. Lo producen las plantas, en especial, las algas marinas.
Se llama fotosíntesis, y es de una inigualable belleza poética. Desde la lechuga hasta el nori -un alga que se usa para preparar sushi-, desde la monumental secuoya hasta los auspiciosos tréboles, desde la espectral cola de zorro hasta los ceibos patrios, todos usan la luz para arrancarle al agua el valioso hidrógeno y combinarlo con el dióxido de carbono para producir azúcares. Los biólogos sabrán dispensar tan sucinta descripción, pero, en esto de alimentarse por las suyas -clorofila mediante-, las plantas, las algas y las bacterias producen un residuo.
Ese desperdicio, ese sobrante se llama oxígeno.
Nos creemos los dueños y señores del planeta, y somos unos pobres mendicantes que viven de las migajas del luminoso almuerzo vegetal.
No solo nosotros, sino cada mariposa, cada colibrí, cada pececito, cada gato de sofá y cada mastín feroz, todo lo que respira aire necesita que las plantas nos obsequien esos preciosos átomos de oxígeno. O ninguno de nosotros estaría aquí. Y tampoco la mariposa, nuestros hijos, el gato de sofá o el mastín feroz.
Lo expuso Carl Sagan en uno de sus momentos más brillantes, cuando nos mostró cuán insignificante se ve la Tierra, esta Tierra, el planeta Tierra, desde unos pocos millones de kilómetros de distancia. Un punto azul pálido extraviado en la inmensidad estelar del cosmos.
Ese pálido punto azul marino no solo es el único que conocemos, y el único en el que los casi 8000 millones de seres humanos podremos vivir durante todavía mucho tiempo, sin respaldo, sin bote salvavidas, sin plan B, sino que incluso allí, es decir aquí, en la Tierra, el aire que respiramos ni siquiera nos pertenece.
Es una situación bastante precaria, si lo pensamos un poco. Viajamos en una colosal nave espacial cuyo sistema de soporte vital está en manos ajenas y silenciosas.
Algo podemos hacer, sin embargo. Reducir nuestro consumo de energía, volvernos tan eficientes y austeros como nos permitan la ciencia y nuestros recursos. Porque no, el aire no es gratis, y sus incansables artesanos verdes solo piden que les demos el crédito y que los tratemos con el respeto que se merecen.
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