#SeleccionesDeDios Vidas Ejemplares de Roberto Fontanarrosa

En las ocasiones en que alguien me detiene por la calle para preguntarme, quién es, para mí, un ejemplo de vocación, mi respuesta no presenta ningún tipo de duda ni titubeo: “Hilario Bordenabe”, digo. Y no son pocas las veces en que esto me sucede. No sé si será porque mi apariencia física transmite una cierta imagen receptiva a tales preguntas o bien que mi forma de caminar induce a la resolución de ciertos cuestionamientos, pero lo cierto es que, por cuadra, nunca son menos de dos o tres personas las que se me acercan con tal requisitoria: "¿Quién es, para usted, un ejemplo de vocación?" Y no sólo de vocación, diría yo, sino también de tenacidad, de enjundia, de humana curiosidad, pues todas ellas eran condiciones que orlaban la figura de Bordenabe.
Lo conocí mucho y no creo que mereciera el final que lo aguardaba, cual mordaz bofetada del destino ni, mucho menos aquellas habladurías que circularon en determinados ámbitos con respecto a la pura relación que nos uniese.
Las primeras épocas de nuestra amistad datan de aquel primer año de Medicina. Yo había llegado de Coronel Bogado, un pequeño pueblo cercano a Rosario, y poca atención presté a aquel hombrón alto e inarmónico que transitaba por los pasillos de la facultad ante la mirada curiosa de todos.
—Sufrí un golpe muy grande cuando murió mi madre —fue la primera frase que me dijo, tal vez a modo de respuesta, cuando yo le pedí que me alcanzase el servilletero, en el bar que los estudiantes frecuentábamos. Allí comprendí que Hilario era una persona de conducta directa, que no tomaba inútiles rodeos cuando se proponía alcanzar algo. Y así como yo me había propuesto alcanzar el servilletero, él se había propuesto ser mi amigo.

—Soy huérfano —continuó diciéndome.— Mi padre murió. Y mi madre fue incapaz de continuar en la vida sin su pareja, murió también, posiblemente de tristeza, 24 años después.
Ella, sin duda, no soportó la muerte de su compañero, de la misma forma en que mi padre no la soportaba a ella.
Respeté su dolor. Y fue ese respeto, esa atención mía para con sus palabras, lo que motivó que me relatara, a grandes trazos, su historia. Al morir su madre, al descubrir esa traumática sensación de despojo resultante de sentirse huérfano, Hilario acababa de cumplir 62 años.
—Y comprendí otra cosa —me contaba— aún peor. Debería trabajar, cosa que jamás en mi vida había hecho ni intentado.
La familia de Hilario había sabido de años de esplendor pues los Bordenabe eran descendientes directos de un general beneficiado por la conquista del Desierto. Se decía que los aduares que limitan el salar de Malpachá del Cruce y Trompa de las Bisagras habían sido propiedad del general Gregorio de la Merced Bordenabe, bisabuelo de Hilario. De aquella época de holgura y, quizás, de holganza, tan sólo les había quedado a los padres de mi amigo una mezquina renta en moneda fuerte, un rifle de plata (de uso personal del propio soldado de la Patria) y una mucama indígena de rasgos pétreos e inalterable mutismo, de la que sólo 30 años después de haber sido traída a la casa se supo que se trataba de un hombre.
—La quise mucho en mi candor de niño —me contaba Hilario— por eso me dolió cuando se alzó en armas quemando el desván y la cocina. Nunca hubiésemos sospechado que era un hombre, un indio, y mucho menos un indio de lanza, tal era lo misterioso de su personalidad.
Pero Hilario Bordenabe no llegó a la determinación de que debía ganar dinero tan sólo por la ramplona necesidad de comprar ropa o alimentos, o engrosar la magra renta que le permitía seguir manteniendo la modesta casa que fuera de sus padres. Era un hombre austero al que vi comer helechos apenas alineados con unas gotitas de acetona, eso me consta, y no se depositaban allí sus expectativas.
Hilario había descubierto, en las palabras cruzadas del Leoplán, el gusto por el conocimiento y por el estudio.
—Saber, por ejemplo, que se le llamaba "ara" a la piedra consagrada del altar —me confió un día— fue para mí una revelación de vida. Comprendí la infinita variedad de las cosas que me quedaban por saber y que el único camino que podía acercarme a esa sabiduría era el estudio.
Pero Hilario había quedado sin dinero. Sus últimos ahorros se le habían ido en el entierro de su madre. Ella había pedido ser sepultada junto al cadáver de su esposo y, conociendo a Hilario, era sabido que él jamás hubiese dejado de cumplir un pedido de su madre. La dificultad residía en que Esteban, padre de Hilario, había muerto en Indonesia, como abrupto final de un largo viaje de negocios que había emprendido enviado por los grandes almacenes "Sucesión de Eugenio Polimeni y Hnos." Fue atacado por un extraño mal que ni los mismos naturales reconocieron y bajo el cual su cuerpo se cubrió de lana. Se lo había enterrado sin dilaciones en un camposanto de Singapur, ante el temor oficial de que se tratara del comienzo de una epidemia bovina. Hilario debió vender todo para enviar el cuerpo de su madre hasta aquel lejano país. El féretro fue embarcado en una aeronave de bandera marroquí pero, por uno de los frecuentes errores burocráticos, se lo desembarcó en Cádiz en lugar de hacerlo en Dakar, desde donde debía haber sido reembarcado hacia Singapur. Se supone que luego alguien lo embarcó en otra compañía pero la empresa funeraria no supo ni quiso hacerse responsable, por lo tanto lo que restaba de la madre de Hilario es muy posible
que aún siga transitando por los cielos del mundo.
—Mi depresión ante tal hecho fue enorme —me dijo, en cierta ocasión, Hilario— perdí la voluntad de luchar e, incluso, mis anhelos de comenzar mis estudios pasaron a segundo plano.
Ingresé, entonces, en un orfanato. Pero, no sé, no conseguí una buena relación con los otros pequeños ni supe integrarme en sus juegos.
Los niños suelen ser de conductas crueles y yo sé bien que aquello marcó mucho la sensibilidad de Hilario. En alguna otra ocasión logró contarme cómo lo segregaban en los juegos de las "esquinitas" y no le permitían participar en la rayuela. Y para alguien que ya ha superado los 60 años y tiene un ápice de orgullo, eso es demasiado. Pero mi amigo pronto recuperó su ánimo, y esa es otra de las condiciones que hicieron de Hilario un luchador por la vida: su capacidad de reacción, su fuerza de voluntad.
—Me anoté en la carrera de Medicina por una simple razón —solía contarme mientras caminábamos sin rumbo por los pasillos de la alta casa de estudios— mi admiración hacia la hermana Teresa de Calcuta. Quiero recibirme y viajar a la India para ayudarla en su cruzada.
Habíamos decidido vivir juntos, compartiendo mi pieza de pensión en barrio Echesortu ya que él no tenía donde parar. Allí fue donde empecé a conocerlo mejor y supe, a ciencia cierta, que Hilario alcanzaría todo lo que se propusiese. Yo tenía, en ese entonces, tan sólo 22 años, pero juro que mi compañero de pieza me superaba en entusiasmo y dedicación. Las precarias condiciones en que vivíamos signaron el futuro de Hilario, ya que desde aquel entonces sobrellevaría problemas físicos acentuados. Las duchas heladas en pleno invierno, la pésima alimentación y el poco sueño lo afectarían a él mucho más que a mí, en definitiva, más joven. La falta de buena luz castigó duramente la vista de Hilario. Durante siete años estudió solo de noche aprovechando para alumbrar sus lecturas la luz que llegaba a través de la ventana, desde un letrero luminoso intermitente de la vereda opuesta. Hilario aprovechaba la luz roja, más potente, para leer, con los treinta segundos de luz azul, repasaba, y con el medio minuto de oscuridad, cabeceaba un sueño. Así hizo casi toda la carrera, pero las secuelas para sus ojos fueron severas.
—Voy a trabajar, Juan —me espetó un día.— No podemos seguir viviendo así. Nos falta todo.
Y no me dio tiempo para la respuesta. Al día siguiente me informó, muy contento, que había conseguido un puesto en frigorífico Swift. Al principio yo pensé que se trataba de un puesto administrativo, pero luego Hilario me amplió la información: lo habían tomado como matarife y su horario era de una de la mañana a once del mediodía. Como no tenía dinero para el colectivo, a las nueve de la noche del día anterior ya salía Hilario caminando hasta Saladillo, feliz, pese al esfuerzo. Pensaba que el trabajo de degollar animales no era tan desagradable, después de todo, y que el carneo le resultaba de gran ayuda para sus estudios. Aún sigo pensando que tenía razón y que su fundamental descubrimiento de una nueva glándula suprarrenal (que aún en estos días sigue siendo llamada "glándula Bordenabe") tuvo una lógica cuota de casualidad pero también mucho que agradecerle al exhaustivo conocimiento que Hilario tenía de la hipófisis del porcino.
—Si me viera mi madre —solía elevar sus ojos al cielo Hilario, cada vez que escuchaba el paso de un avión y, en tanto, tiraba sobre nuestra mesa la chaira ensangrentada. —Ella que nunca quiso que su hijo trabajara.
Y ese recuerdo permanente por su madre motivó los primeros comentarios malintencionados sobre nuestra convivencia. La inclinación de Hilario a llevar consigo, siempre, algo que hubiese pertenecido a la autora de sus días, era permanente. Cuando llevaba en sus bolsillos el alicate con que ella solía pulirse las uñas, por ejemplo, nada sucedía. Pero cuando Hilario lucía sobre sus hombros la pañoleta que fuese de doña Martina o insistía en ponerse bajo el saco una blusita azul marino de batista que ella tenía, las habladurías arreciaban.
Debo reconocer que muchas veces se nos vio de la mano por los pasillos de la facultad, pero cualquiera sabe que aquellos pasillos no eran de los mejores iluminados y que la vista de Hilario estaba estragada por el titilante servicio del letrero luminoso.
Ya antes habíamos tenido problemas con los otros estudiantes. No era para ellos cosa común el tener un compañero de estudios de edad tan avanzada. Sabían que no integraba el personal de maestranza y que no era uno de los profesores. Poco tardaron en suponer, entonces, que Hilario era policía.
—Son tiempos difíciles, Juan —me dijo uno de mis compañeros de estudios un buen día.— La situación política se ha puesto muy tirante y la reacción ha decidido infiltrarnos con gente de los Servicios. Decile a tu amigo que se vaya de la facultad pues lo hemos descubierto.
Vanos fueron mis esfuerzos para convencer al militante de que Hilario no era policía.
Tampoco bastó que, para esa época, Hilario realizase el formidable descubrimiento de la glándula suprarrenal que asombrase a todos los niveles educativos y científicos. Ellos ya estaban decididos a todo.
—Algún informante habrá... —llegaron a decir.—... Alguien le ha pasado el dato a Bordenabe de que esa glándula estaba allí, oculta por el epigastrio. De lo contrario, la compañera glándula no hubiese sido detectada con tanta facilidad.
Lo cierto es que una noche nos hallábamos cenando con Hilario cuando irrumpieron.
Recuerdo que nos habíamos hecho un caldo con un fémur de un esqueleto humano robado del cementerio del El Salvador, con otros compañeros, para estudiar. El grupo que entró a nuestra pieza estaba compuesto por unos seis muchachones que ocultaban sus rostros bajo barbijos médicos. La paliza que nos propinaron fue tremenda. Algunos vecinos protestaron por el escándalo. La dueña de la pensión llamó a la policía, ésta llegó cuando nuestros atacantes ya se habían ido y también nos molió a palos.
Todo esto no hizo más que acentuar la porfía de Hilario por el estudio. Consciente de que lo que ganaba en el frigorífico no bastaba para comprar los libros, se empleó primero en una panadería, luego en el Correo y hasta llegó a hacer changas en el puerto. Su afán de conocimiento no tenía límites. Leía todo lo que pasaba por sus manos y eso le valió, por ejemplo, que lo despidieran del Correo. Pero su más importante crisis estaba por ocurrirle.
Hilario tenía ya 68 años y sólo le restaban dos materias para recibirse de médico.
—Juan —me dijo un día.— Voy a abandonar la carrera. Pensé que había escuchado mal, o que se había vuelto loco.
—He comprendido que la Medicina no me gusta —afirmó.— Yo, recuerdo, perdí la cordura. Grité, lloré e intenté por todos los medios de disuadirlo. Pero fue inútil, al día siguiente Hilario ya se había anotado en Abogacía.
Hoy por hoy creo comprenderlo y me atrevo a ahondar en los sentimientos de Hilario Bordenabe, aquel amigo entrañable al que, quizás, no llegué a comprender en toda su dimensión. Ahora pienso que para Hilario la perspectiva de recibirse, embarcarse hacia la India, hacia Calcuta, para militar en las filas de la hermana Teresa, y dejarme, era demasiado.
Sentía por mí algo más que afecto, algo que por pudor o temor nunca me atreví a indagar.
Lo cierto es que Hilario comenzó una nueva carrera y 6 años después se recibía de abogado. Dejé de verlo cuando él abandonó Medicina o, al menos, no lo volví a ver ya con tanta frecuencia. Supe, simplemente, que para costear sus estudios hacía doble turno en el frigorífico, que había trabajado también en el ferrocarril y que había estado a punto de completar unos cursos acelerados de alemán, cosa que había tenido que desechar ante la incomprensión del idioma.
Lo volví a ver el día de la consagración, recibiendo su título, en el aula magna de la Facultad de Derecho. Él mismo me había invitado. Se lo veía bastante más viejo (tenía ya 75 años) y se lo podía confundir más con el rector de la Universidad que con un recién egresado.
Sus manos eran ásperas cuando estrecharon las mías, dado que el uso de la chaira les había conferido una superficie poco amable, y su arrugado rostro se veía despellejado por las altas temperaturas de los hornos de Somisa, empresa donde estuvo empleado los últimos años para solventar sus estudios.
—Cualquiera pudo haberlo hecho —dijo, con voz firme, al recibir su diploma, ante la ovación merecida del colmado salón.
Un injusto destino impidió que Hilario disfrutara por largo tiempo de su triunfo, de su objetivo alcanzado. Diez años después de aquella tocante ceremonia, Hilario Bordenabe alcanzó el título de juez. Fue allí que recibió una extraña acusación judicial, una acusación contra él mismo, Hilario Bordenabe, por práctica ilegal de la medicina. Y era cierto, en nuestros últimos años de estudio juntos, habíamos impartido algunos consejos a conocidos o a gente de paso por la pensión. Recetas simples, curas populares, que nosotros revestíamos de importancia con el tono presuntuoso de nuestra condición de estudiantes de Medicina, de futuros médicos.
Alguien se sintió afectado, entonces, ante la recomendación de Hilario de que se quemase una verruga con el método de la papa, sistema que luego, según el acusador, originaría en el paciente una erupción cutánea, algo de seborrea y una inusual inapetencia sexual. Hilario, como juez, no pudo menos que condenar su pasado de falso médico y, aún hoy, voy de tanto en tanto a visitarlo en la cárcel de Encausados. Está algo enfermo, muy viejo, pero me cuenta que ha empezado a estudiar Filosofía y Letras.

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