Y
es así. Decimos: "Es
curioso. Nunca me había pasado, me agaché a recoger un tenedor y se
me trabaron cuatro vértebras de la columna".
Escuchamos:
"Es
notable. Nunca me había pasado. Mordí un caramelo de limón y un
premolar se me partió en ocho pedazos”.
Es
que, así como se habla de un Primer Mundo y de un Tercero sin que
nadie conozca a ciencia cierta cuál es el Segundo, nosotros hemos
pasado de la Primera Edad a la Tercera sin recalar por la Segunda y
el cuerpo acusa recibo de tal apresuramiento. El tiempo mismo,
incluso, ha tomado una consistencia gelatinosa, plástica, mutante.
Calculamos:
-"¿Cuánto
hace que se mudó Ricardo a su nueva casa?".
Y
arriesgamos: - "Tres,
cuatro años".
Hasta que alguien, conocedor, nos saca de la duda: "Catorce".
Suponemos
ante el amigo encontrado ocasionalmente en la calle: -"Tu
pibe debe andar por los seis, siete años".
-"Tiene
diecinueve - nos contesta el amigo - ¡Vení Tacho!”.
Y nos presenta a una bestia de un metro ochenta, pelo verde, un clavo
miguelito clavado en la ceja y un cardumen de granos sulfurosos en la
mejilla.
Se
corrobora entonces aquello que, dicen, decía John Lennon: "El
tiempo es algo que pasa mientras nosotros estamos distraídos
haciendo otra cosa".
Y suerte que estamos distraídos haciendo otra cosa. Mucho peor es
aburrirse. Es dulce rememorar ciertos momentos, pero más me
entusiasma pensar en las cosas que tengo para hacer. Es que muchos de
esos ciertos momentos son muy viejos. Y por lo tanto vale recordar el
consejo dado por Javier Villafañe cuando alguien le preguntó cómo
hacía para conservarse tan joven pasados los ochenta años. - "No
me junto con viejos",
respondió el maestro. Yo quiero agregar lo que un día dijo Jean
Louis Barrault, famoso mimo francés, "La
edad madura es aquella en la que todavía se es joven, pero con mucho
más esfuerzo".
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