A Nemesio le gustaban los
melones. Cuando, de visita en un rancho era convidado con un buen melón, no
omitía el ritual de pedir semillas de esa variedad a fin de sembrarlas en su
chacrita.
De
esta manera había conseguido no sólo almacenar cuanta especie de melón hubiera
aparecido por la zona, sino también conseguir algunas variedades nuevas,
gracias a los cruces hechos por él mismo con distintas especies.
Pero
como para el que busca nunca faltan motivos de asombro, llegó un día que se
topó con algo realmente increíble. Le regalaron un sabroso ejemplar de melón
sin semilla. Al principio quedó perpejlo. No podía negar que aquello fuera un
melón. Y desde el momento que existía, tendría que haber nacido. De ahí a
proponerse producir la variedad no hubo más que la distancia de una decisión.
Y
Nemesio aquel año se propuso destinar toda la superficie de su chacrita a
producir esa nueva variedad tan original de cucurbitácea. Aró todo su terreno,
y prolijamente desarraigó de él los rizomas de las gramillas. Con el rastrillo
emparejó y desterronó lo arado, y finalmente midió las distancias a fin de
ubicar los surcos. De punta a punta trazó las líneas rectas como renglones de
un cuaderno.
Cuando
tuvo todo preparado, comenzó la verdadera tarea. Colocándose en la cabecera del
primer surco, abrió con la punta del pie un pequeño hoyo en la tierra, y
metiendo la mano en el bolsón que formaba con el poncho, hizo ademán de sacar
algo que simuló colocar delicadamente en el hoyito. Luego se incorporó un poco,
y con el borde de la zapatilla volvió a colocar la tierra en su lugar,
apisonándola suavemente con la planta del pie.
Dos
pasos más adelante realizó la misma operación con idéntica meticulosidad, y
repitiendo los gestos habituales en la siembra de melones. Sólo que en esta
especialísima circunstancia había un detalle omitido: la semilla. Y así
recorrió toda la extensión del surco, y de la misma manera la de todos los
demás. Una jornada entera le llevó el trabajo. Trabajo prolijamente realizado.
Precisión y destreza se derrochaban por igual.
Lo
único que faltó fue la semilla. Y bastó ese solo detallito para que aquel año
Nemesio se quedara sin melones. Porque para conseguir lo que pretendía, Nemesio
había ingenuamente creído que se le exigía realizar todo el esfuerzo de la
siembra, suprimiendo simplemente aquel elemento.
Cuando
recuerdo a Nemesio, siempre me vienen a la memoria aquellos que pretenden
conseguir frutos del apostolado realizando un enorme esfuerzo, pero se olvidan
de la oración.
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